Textos

  • De un sermón sobre el Apóstol San Pablo

    (Traducción de V. Forcada Comins del publicado en SANCTI VINCENTI FERRARII, Opera Omnia. T.III. Rocabertí ed., Valencia 1695, 319-327)

    Pablo cumplió mejor que nadie el mandato que Cristo dio a sus Apóstoles poco antes de subir a los cielos: Id por el mundo universo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15). En esta frase evangélica hay tres cláusulas que indican a los predicadores el programa que deben seguir.

    Primera: Id por el mundo universo. Pues si el sol estuviera quieto en un lugar, no daría calor a todo el mundo: una parte se quemaría y la otra estaría fría. El sol recorre todo el mundo, iluminando, calentando y haciendo germinar y fructificar. Del mismo modo, los buenos religiosos de vida apostólica deben ir por todo el mundo. Tengan cuidado, no se lo impida el afán de comodidad. Vayan por el mundo entero: iluminando en la fe católica, calentando en la caridad y haciendo fructificar en las obras de misericordia. Cuanto más delicado y excelente es un manjar, tanto más ha de ser removido en la olla, para que no se adhiera a sus paredes. Así también, si alguien es delicado en la devoción y excelente en la ciencia y estimable por su predicación, es necesario que se traslade de un lugar a otro y así no se adherirá, porque si recibe familiaridad de alguna hija espiritual o de algunas otras personas, perderá la devoción y pensará: Ya que he de permanecer aquí, necesito una celda, o un granero para guardar el grano, el vino, etc. De este modo, por las familiaridades se pegará a la olla y se quemará, pues el amor que debía poner en Dios lo pone en las creaturas. Mas cuando la predicación le obliga a trasladarse, no recoge dinero ni cosas semejantes pues llevaría la muerte consigo ya que los salteadores caerán sobre él; ni adquiere familiaridades ni se preocupa de graneros. Por eso dice: Id por el mundo universo. Oseas dice de modo figurado: Efraím es como torta a la que no se dio vuelta, Los extraños devoran su sustancia sin que él se dé cuenta; ya tiene canas, sin que él lo haya advertido (Os 7,8).

    Dice Efraím, es decir, persona alta y crecida, persona que crece en ciencia, devoción o excelente predicación. Dice que es como torta entre las cenizas, a la que no se dio vuelta: por una parte está quemada y por la otra está cruda. Así le ocurre a la persona que tiene una vida excelente y no cambia de lugar: se enfría en el amor de Dios y se quema en el del mundo. ¿Qué sigue?: Los extraños devoran su sustancia. Tenía un puesto en la mesa de Dios y comenzó a abandonar al Señor, perdió la devoción y las lágrimas de compunción y, poco a poco, fue hundiéndose en la tierra. Y con esto respondo a una pregunta: ¿por qué los religiosos se cambian cada año de convento en convento? Porque es necesario removerlos con el báculo del prelado, como a manjares delicados, para que no se adhieran a la tierra adquiriendo familiaridades.

    La segunda cláusula de la frase evangélica dice: Predicad el Evangelio. No dice que prediquemos a Ovidio, Virgilio y Horacio, sino el Evangelio. Toda la Sagrada Escritura es el Evangelio. ¿Sabéis por qué mandó predicar el Evangelio? Porque las otras doctrinas no tienen el fin unido con su principio. En un canal, el agua no puede subir más alta que el nivel de la fuente de donde procede, porque no tiene fuerza para más. Así ocurre con la doctrina de los poetas. ¿De dónde nace? ¿no sale del entendimiento humano? Por tanto, no puede hacer subir al Cielo. Y tú, que predicas solamente la doctrina de los poetas serás siempre terreno. La doctrina evangélica, que viene del Cielo, hace subir al Cielo a la persona que la predica y a la que la practica. Por eso dice el Señor: El agua que yo le daré se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna (Jn 4,14). Por tanto, predicad el Evangelio. Predicar la doctrina de los condenados es condenación. Dice San Jerónimo que Aristóteles y Platón están en el Infierno. Toma, pues, la doctrina de Cristo que conduce a la vida, toma la Biblia, que se llama libro de la vida; los libros de los poetas son libros de muerte.

    La tercera cláusula del mandato evangélico dice: A toda criatura; es decir, de aquí para allá, no sólo en una ciudad ni a los grandes señores, sino también a los rústicos; no sólo a los ricos, sino también a los pobres […] A toda criatura y en todo lugar. Jeremías, contemplando en espíritu esta escasez, se lamenta: Los pequeñuelos piden pan y no hay quien se lo parta (Lam 4, 4). Los pequeñuelos son los rústicos, los sencillos, los pobres, los ignorantes y los herejes, que pidieron la doctrina evangélica y nadie se la daba.

  • Del Tratado de la Vida Espiritual

    (Traducción de A.Robles Sierra publicada en su Obras y escritos de San Vicente Ferrer. Valencia 1996, 301-346)

    Del estudio

    Nadie, por más agudo entendimiento que tenga, debe omitir aquello que le pueda mover a devoción. Es más, todo lo que lee o estudia debe proyectarlo en Cristo, dialogando con El y pidiéndole la inteligencia.

    Muchas veces, mientras está estudiando, debe apartar durante un cierto tiempo los ojos del libro y, cerrándolos, esconderse en las llagas de Cristo, y de nuevo volver al libro. Y también frecuentemente debe levantarse de la mesa y, en la celda, dobladas las rodillas, dirigir a Dios alguna breve y encendida oración. O también salir de la celda y pasear por la iglesia, el claustro o el capítulo, dejándose llevar por el impulso del Espíritu. Y, a veces con oración expresa, o callada, implorar el divino auxilio con gemidos y suspiros desde el corazón ferviente, presentando al Altísimo sus buenos propósitos y deseos, reclamando para ello el auxilio de los santos.

    Este ejercicio a veces se hace sin salmos y sin ninguna otra oración vocal, aunque a veces ha nacido de ellos, o de algún versículo de un salmo, o de un pasaje de la Sagrada Escritura, o de la vida de algún santo, o también por inspiración íntima de Dios, hallado por el propio deseo o pensamiento.

    Pasado este fervor de espíritu, que ordinariamente dura poco, puedes traer a la memoria lo que antes estudiabas en la celda, y entonces se te dará una más clara inteligencia. Hecho lo cual, vuelve otra vez al estudio o a la lección, y de nuevo a la oración, y así has de ir alternando. Pues en esta alternancia hallarás mayor devoción en la oración y una inteligencia más clara en el estudio.

    Este fervor en la devoción, después del estudio de la lección, aunque indiferentemente llega en cualquier hora, según se digna otorgarlo, como le place, Aquel que suavemente dispone todas las cosas, sin embargo regularmente suele venir más fuerte después de los Maitines. Por tanto, a primeras horas de la noche vela poco para que, después de Maitines, puedas ocupar todo el tiempo en el estudio y en la oración.

    Del modo de predicar y confesar

    En las predicaciones y exhortaciones uso un lenguaje sencillo; y en cuanto puedo un estilo familiar para señalar hechos concretos insistiendo con ejemplos, para que cualquier pecador que tenga aquel pecado se sienta aludido como si predicara sólo para él. Pero de tal manera que parezca que las palabras proceden no de un corazón soberbio o indignado, sino más bien de entrañas de caridad y de piedad paterna, como de un padre que se duele de ver pecar a sus hijos, o que están en una grave enfermedad, o caídos en una sima profunda y se esfuerza en sacarlos y los ayuda a liberarse, como una madre; o como quien se alegra de su aprovechamiento y de la gloria que les espera en el Paraíso. Este modo de predicar suele ser provechoso a los oyentes, mientras que hablar abstractamente sobre virtudes y vicios, mueve poco a los que escuchan. Asimismo, en las confesiones, ya alientes a los pusilánimes, ya atemorices a los endurecidos, muestra siempre entrañas de caridad, para que el pecador sienta siempre que tus palabras proceden de la pura caridad. Por tanto, a las palabras punzantes precedan siempre palabras llenas de dulzura y de caridad. Tú, pues, quien quiera que seas, que deseas ser útil a las almas de tus prójimos, primero de todo recurre a Dios de todo corazón y suplícale siempre en tus oraciones que se digne infundir en ti aquella caridad, compendio de todas las virtudes, por la que puedas llevar a cabo lo que deseas.

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